Pedro

Existen dos razones fundamentales por las que el valor de las acciones tiende a crecer con el tiempo: la primera es la inflación, que impulsa los precios al alza de forma estructural; la segunda es el avance tecnológico, que incrementa progresivamente la capacidad de las empresas para generar riqueza.

El tiempo y la inflación

El tiempo juega a nuestro favor cuando invertimos, y una de las razones fundamentales es que el sistema financiero en el que vivimos es, por naturaleza, inflacionario. La moneda actual no está respaldada por ningún activo físico —como lo estuvo en su día con el oro—, sino que es dinero fiduciario: su valor depende únicamente de la confianza que depositamos en ella y del control que ejercen los bancos centrales.

Este dinero, en esencia, es papel (o cifras digitales), y puede crearse en grandes cantidades con un coste mínimo. Los bancos centrales regulan su emisión y modulan los tipos de interés con el objetivo de mantener una inflación controlada. En el caso del Banco Central Europeo (BCE), su meta explícita es lograr una tasa de inflación del 2 % a medio plazo.

Para alcanzar ese objetivo, el BCE sube o baja los tipos de interés en función de la evolución de la economía: si la inflación es baja o hay riesgo de recesión, baja los tipos para estimular el consumo y la inversión, poniendo más dinero en circulación. Si, por el contrario, la inflación sube en exceso, eleva los tipos de interés para encarecer el crédito, reducir la liquidez y, con ello, contener la subida de los precios.

Es decir, el dinero pierde valor de forma estructural, y ese proceso —inevitable en un sistema inflacionario— tiende a impulsar al alza el precio de los activos y bienes con el paso del tiempo.

Esa subida no se produce de forma inmediata ni uniforme: el dinero recién creado se filtra progresivamente a través de la compleja estructura económica y, tarde o temprano, termina afectando al valor de casi todo, aunque en distinta medida según el tipo de bien y otros factores. Los precios pueden fluctuar por múltiples causas —oferta, demanda, innovación, escasez, regulación—, pero hay un motor de fondo que empuja constantemente: la expansión monetaria.

Esto, por supuesto, también afecta al mercado de acciones. Si compramos acciones y las mantenemos durante diez años, el precio de esas acciones incorporará, tarde o temprano, la inflación acumulada en ese periodo. Es un proceso prácticamente inevitable.

Eso no significa que el precio dentro de diez años sea exactamente el precio original ajustado por la inflación, ya que el valor de una acción está influido por muchos otros factores: la gestión de la empresa, los cambios tecnológicos, las tendencias del mercado, la competencia, las crisis o los ciclos económicos. Sin embargo, uno de los componentes estructurales que siempre influye en el precio a largo plazo es la inflación. Esa presión constante del sistema monetario inflacionario actúa como una fuerza que empuja los precios de los activos hacia arriba con el paso del tiempo.

Este mismo razonamiento es el que esgrimen quienes invierten en oro. Mientras los bancos centrales pueden crear dinero de forma ilimitada, la producción de oro es limitada y costosa. Extraer oro requiere una gran inversión de tiempo, energía y recursos. Por tanto, si la masa monetaria sigue creciendo y la cantidad de oro disponible lo hace de forma mucho más lenta, la relación entre dinero en circulación y oro tiende a aumentar. Como consecuencia, el precio del oro tiende a subir.

Evidentemente, esta subida no es lineal ni constante: el precio del oro fluctúa, a veces con violencia, pero la tendencia a largo plazo es alcista, precisamente por esa limitación física en su oferta frente a la expansión constante del dinero. La única excepción sería un descubrimiento improbable —como una mina gigantesca con millones de toneladas de oro fácilmente extraíble— que alterara radicalmente esa relación. En ese caso, el precio del oro caería de forma abrupta.

Puede parecer paradójico que, para protegernos de la inflación, usemos precisamente su fuerza a nuestro favor. Pero así es: es una versión financiera del refrán «Si no puedes con tu enemigo, únete a él». La inflación es como una bestia salvaje que, si la dejamos suelta, puede devorar el valor de nuestros ahorros; pero si sabemos domarla y subirnos a su lomo, puede empujarnos con fuerza en la dirección correcta y ayudarnos a avanzar.

El tiempo y el avance tecnológico

La segunda razón por la que el tiempo juega a nuestro favor al invertir es el progreso tecnológico. A lo largo del tiempo, se producen avances que se aplican rápidamente a los procesos productivos, lo que permite generar más riqueza con menos esfuerzo. La tecnología mejora la eficiencia, reduce costes y multiplica la capacidad de producción de las empresas.

Este aumento de productividad se distribuye, aunque de forma desigual, por todo el tejido económico. Algunas empresas no logran adaptarse, quedan obsoletas y desaparecen; pero la mayoría incorpora esas mejoras y multiplica su capacidad para crear valor. Es un patrón que ya hemos visto repetirse en el pasado y que sin duda volverá a repetirse.

Un buen ejemplo es la invención del motor de combustión interna, que hizo desaparecer a las máquinas de vapor y a las empresas que las fabricaban. Sin embargo, el impacto global fue positivo: la eficiencia de la producción y el transporte se disparó. Del mismo modo, si algún día se logra dominar la fusión nuclear, muchas fuentes de energía actuales quedarán obsoletas casi de inmediato. Varias industrias desaparecerán, pero la capacidad de generar energía —y con ella, de crear riqueza— se multiplicará.

Transformaciones tan drásticas ocurren de forma puntual, pero los pequeños avances tecnológicos son constantes. Cada mejora, por modesta que sea, refuerza la eficiencia del sistema económico.

Y ese proceso continuo —la mejora acumulada en la capacidad de producir riqueza— es una de las razones más sólidas por las que el valor medio de las acciones tiende a subir con el tiempo. No ocurre de forma lineal ni uniforme, pero sí de manera sostenida y estructural.

Mientras escribo esto, pienso que el momento actual es muy parecido al que vivimos en los años ochenta. El primer ordenador de escritorio se vendió en 1981 en Estados Unidos, pero en España su uso generalizado no llegó hasta finales de esa década. En aquellos primeros años, los ordenadores servían para escribir, jugar y poco más. Sin embargo, con el tiempo ganaron en potencia, se hicieron accesibles para millones de personas, se conectaron entre sí y terminaron cambiando el mundo tal como lo conocíamos.

Hoy nos encontramos en una situación semejante. La inteligencia artificial acaba de irrumpir en nuestra vida cotidiana. Por ahora, sus usos parecen limitados: le hacemos preguntas a ChatGPT, generamos imágenes, automatizamos tareas simples. Pero el potencial está ahí. El crecimiento masivo de esta tecnología y su implantación progresiva en todos los procesos productivos van a generar un aumento de la productividad y de la riqueza que hoy apenas podemos imaginar.

Dentro de 30 años habrá empresas que hoy son pequeñas, casi desconocidas, que estarán entre los gigantes tecnológicos del futuro, tal como ocurrió con Alphabet, Microsoft o Amazon, que hace tres décadas eran firmas modestas, poco conocidas y a menudo vistas como simples curiosidades. ChatGPT y muchas otras herramientas actuales podrían ser los equivalentes de esas semillas.

No podemos saber qué compañías se convertirán en colosos, pero sí podemos tener la certeza de que la economía está destinada a crecer de forma sostenida en las próximas décadas. Y para aprovechar esa ola, la única estrategia sensata es invertir en acciones y mantenerlas a largo plazo.

Al hacerlo, avanzaremos sobre dos fuerzas fundamentales: la inflación, que empuja los precios hacia arriba, y el progreso tecnológico, que impulsa la productividad. En el futuro, nuestras inversiones no solo nos habrán protegido del deterioro del valor del dinero, sino que además habrán crecido de forma notable, reflejando el incremento real de valor generado por ese salto productivo.