
Las «acciones preferentes» son instrumentos financieros híbridos que combinan características de la renta fija y la renta variable. Aunque se llaman «acciones», en realidad no otorgan derechos políticos ni de voto en la empresa emisora. Ofrecen una rentabilidad fija —generalmente en forma de dividendo— pero esa rentabilidad no está garantizada: depende de que la empresa tenga beneficios y decida repartirlos. Además, no tienen vencimiento, lo que significa que el inversor no recupera automáticamente su capital tras un plazo determinado, salvo que la empresa decida recomprarlas.
Las acciones preferentes suelen ser emitidas por bancos y grandes empresas como forma de captar capital sin ceder control. Se colocan a menudo entre inversores institucionales o particulares a través de entidades financieras, en ocasiones con campañas agresivas de comercialización. Aunque pueden ofrecer rentabilidades atractivas, conllevan un riesgo elevado y una liquidez limitada: muchas veces no es fácil venderlas si el mercado no las demanda, y su valor puede caer con fuerza en el mercado secundario.
Uno de los riesgos más graves de las acciones preferentes es su falta de liquidez cuando la empresa emisora atraviesa dificultades. Si la entidad empieza a ir mal, puede dejar de pagar los intereses prometidos (ya que no está obligada a hacerlo si no tiene beneficios o decide suspender el pago). En ese contexto, muchos inversores intentan vender sus preferentes, pero se encuentran con que no hay compradores en el mercado, o bien los pocos que hay sólo las adquieren por un precio extremadamente bajo. Esto provoca que el inversor no pueda recuperar su dinero, ni siquiera aceptando grandes pérdidas.
El escándalo de las preferentes en España
En España, las acciones preferentes fueron protagonistas de un grave escándalo financiero a partir de 2009. Miles de pequeños ahorradores fueron inducidos por sus bancos a adquirir estos productos sin la información adecuada. Muchos creían que estaban contratando un depósito a plazo fijo seguro, cuando en realidad estaban comprando activos complejos, perpetuos y de alto riesgo. Cuando estalló la crisis bancaria, los emisores dejaron de pagar los intereses y los inversores no pudieron recuperar su dinero, ya que el valor de mercado de las preferentes se había desplomado.
Este caso provocó una enorme indignación social y llevó a la intervención de las autoridades, a arbitrajes extrajudiciales y a compensaciones parciales para muchos afectados. Aunque técnicamente no siempre se trató de una estafa —porque legalmente estaban bien emitidas—, sí se considera que hubo una mala praxis generalizada en la comercialización, engañosa y sin evaluar correctamente el perfil de los clientes minoristas. Por ello, en general, las acciones preferentes no son adecuadas para el inversor minoritario sin conocimientos avanzados y plena conciencia del riesgo asumido.
El grave problema de las acciones preferentes en España no residía en el producto en sí, sino en el contexto y en la forma en que fue utilizado por muchos bancos durante la crisis financiera. Las preferentes son instrumentos financieros legítimos, que combinan características de la renta fija y la renta variable. Están pensadas para reforzar el capital de las empresas sin ceder control y pueden ser adecuados para inversores institucionales o muy experimentados. Sin embargo, durante la burbuja inmobiliaria y sus consecuencias, varios bancos españoles las emplearon de forma abusiva para captar fondos con urgencia.
Ante la imposibilidad de financiarse en los mercados —por la pérdida de confianza en sus balances— muchas entidades recurrieron a sus propias redes comerciales para colocar acciones preferentes entre sus clientes minoristas. En miles de casos, se ofrecieron como si fueran productos seguros, similares a un depósito a plazo fijo, cuando en realidad se trataba de instrumentos perpetuos, de alto riesgo y difíciles de vender. De esta manera, los gestores bancarios lograron comprar tiempo y sostener artificialmente la apariencia de solvencia, trasladando de forma encubierta el riesgo a pequeños ahorradores que no comprendían lo que estaban adquiriendo.
Cuando finalmente estalló la crisis bancaria y varios bancos tuvieron que ser rescatados o nacionalizados, las autoridades europeas impusieron como condición que los inversores en productos híbridos, como las preferentes, asumieran parte de las pérdidas. Eso supuso la cancelación de los pagos de intereses, la conversión forzosa de las preferentes en acciones u otros productos de menor valor, y la pérdida de gran parte del capital invertido. En resumen, el daño estructural causado por una gestión bancaria irresponsable fue desplazado temporalmente sobre los clientes, hasta que el sistema no pudo sostenerse más. No fue tanto una estafa por el tipo de producto, sino una práctica masiva de mala comercialización y encubrimiento del verdadero riesgo.
¿Pero fueron las cajas o los bancos?
La gran colocación masiva de acciones preferentes en España se produjo entre 2001 y 2011, y fue impulsada sobre todo por las cajas de ahorros, no por la banca privada. Las entidades que más preferentes colocaron fueron Bankia, CatalunyaCaixa, Novagalicia Banco, Banco CEISS (Caja España-Duero), CAM (Caja de Ahorros del Mediterráneo) y Caixa Penedès. Aunque algunos bancos privados también emitieron preferentes, la dimensión del problema en las cajas fue muy superior, tanto por volumen como por la forma en que se comercializaron: agresiva, opaca y dirigida masivamente a clientes sin perfil adecuado.
Los grandes bancos privados como Santander, BBVA y Bankinter también ofrecieron acciones preferentes a particulares, pero su actuación fue distinta. Santander lanzó más tarde ofertas de recompra o canje por bonos, minimizando las consecuencias para el cliente. BBVA, con una posición financiera mucho más sólida, no tuvo necesidad de aplicar pérdidas a sus preferentistas. Bankinter emitió preferentes en volúmenes reducidos y no protagonizó conflictos significativos. En resumen, aunque los bancos privados participaron, no fueron responsables del desastre social y financiero vivido con las preferentes, cuya raíz hay que buscar en las cajas de ahorros.
¿Qué eran las cajas de ahorro?
Las cajas de ahorros eran entidades bajo control público. No tenían accionistas privados ni una cultura de exigencia basada en la disciplina del mercado. Su órgano de gobierno, la asamblea general, estaba compuesto por representantes de administraciones públicas (ayuntamientos, diputaciones, comunidades autónomas), sindicatos, empleados, clientes y entidades sociales. En la práctica, los poderes públicos —especialmente autonómicos y municipales— controlaban gran parte de los órganos de decisión. Los presidentes, consejeros y altos cargos de las cajas eran designados por partidos políticos y otras instituciones públicas, lo que convirtió la gestión financiera en un campo de intereses electorales y territoriales, más que de criterios técnicos o prudencia económica.
Esta estructura de poder permitió decisiones irresponsables y financieramente insostenibles. Muchas cajas financiaron obras públicas, proyectos inmobiliarios o empresas vinculadas al poder político, sin suficiente análisis de riesgo. La exposición desmesurada al sector inmobiliario y el clientelismo financiero se convirtieron en la norma. Cuando estalló la crisis financiera, el agujero en los balances era inmenso, y muchas entidades recurrieron a una solución desesperada: colocar acciones preferentes entre sus propios clientes minoristas para evitar el colapso y maquillar su solvencia.
La consecuencia fue devastadora. La mala gestión pública de las cajas, profundamente politizada e ineficiente, trasladó el riesgo financiero a miles de ahorradores, a menudo personas mayores sin conocimientos financieros, que fueron inducidas a firmar productos perpetuos y de alto riesgo como si fuesen depósitos seguros. Cuando finalmente las entidades quebraron o fueron intervenidas, los ciudadanos sufrieron una doble pérdida: como clientes (perdiendo sus ahorros) y como contribuyentes (asumiendo el coste de los rescates).
En definitiva, el desastre de las preferentes no fue un fallo del mercado ni un exceso del sector privado. Fue una crisis generada por una estructura de poder público mal diseñada y mal gestionada, donde la política se impuso a la responsabilidad financiera. La politización de las cajas de ahorros, su falta de control independiente y su uso como herramienta al servicio de intereses partidistas fueron la causa estructural del descontrol en la venta de preferentes y de la posterior quiebra de confianza en el sistema financiero español.
¿Y porqué tuvieron que rescatarse con el dinero de los impuestos? ¿Por qué no se las dejó quebrar?
Durante la crisis financiera, muchas personas se preguntaron por qué no se dejó quebrar a las cajas de ahorros que habían gestionado tan mal su negocio. A simple vista, parecía lógico: si habían cometido errores graves, que asumieran las consecuencias. Sin embargo, permitir su quiebra habría tenido consecuencias devastadoras no sólo para esas entidades, sino para el conjunto del sistema financiero español. Muchas de esas cajas, como Bankia o CatalunyaCaixa, gestionaban los ahorros de millones de ciudadanos. Si hubieran caído de golpe, el pánico podría haberse extendido al resto del sistema, provocando una retirada masiva de depósitos también en bancos sanos. Eso habría supuesto un colapso económico.
Además, hay que tener en cuenta que las cajas de ahorros no eran entidades privadas como los bancos, sino instituciones bajo control público. Sus consejos de administración estaban formados por representantes de gobiernos autonómicos, ayuntamientos, sindicatos y partidos políticos. Dejar quebrar a las cajas habría implicado también un colapso institucional: habría quedado en evidencia que fueron los poderes públicos —y no el mercado— quienes gestionaron de forma temeraria el ahorro de millones de ciudadanos. El rescate evitó ese reconocimiento directo de responsabilidad política.
Por otra parte, la Unión Europea exigía mantener la estabilidad del sistema financiero de los países miembros para evitar una crisis del euro aún mayor. Por eso, aceptó prestar dinero a España para recapitalizar los bancos y cajas, pero bajo condiciones estrictas: fusiones forzadas, cierres de oficinas, despidos… y, especialmente, que los inversores en productos como las acciones preferentes asumieran parte de las pérdidas. Es decir, en lugar de rescatar a los pequeños ahorradores, se les impuso un «rescate interno» (bail-in) para salvar las entidades.
En resumen, no se dejó caer a las cajas no para protegerlas a ellas, sino para proteger al conjunto del sistema financiero. Pero en ese proceso, fueron los clientes minoristas y los contribuyentes quienes pagaron la factura, mientras que muchos responsables políticos y directivos evitaron consecuencias reales. El resultado fue una pérdida profunda de confianza en las instituciones, que todavía hoy genera escepticismo y malestar entre muchos ciudadanos.
Las preferentes y los partidos políticos
Por supuesto, la izquierda culpó al «malvado capitalismo» de aquel desastre, sin tener en cuenta que algunas de las cajas involucradas estaban controladas directamente por partidos de izquierda. Por ejemplo, Caixa Catalunya estuvo bajo influencia del PSC (Partido de los Socialistas de Cataluña), y su presidente, Narcís Serra, había sido vicepresidente del Gobierno con Felipe González. Asimismo, Caixa Galicia y Caixa Nova, fusionadas más tarde en Novagalicia Banco, contaban con una fuerte presencia del PSdeG-PSOE en sus órganos de gobierno. También Unnim (resultado de la fusión de varias cajas catalanas) fue gestionada con influencia de partidos nacionalistas y de izquierda.
La derecha, por su parte, culpó a la izquierda por su irresponsable gestión, cuando varias de las cajas más afectadas estaban dominadas por el Partido Popular. Es el caso de Bankia, donde Caja Madrid —la principal entidad del grupo— estuvo bajo control del PP durante años. Rodrigo Rato, exministro de Economía con el PP, fue su presidente durante la etapa más crítica. CAM (Caja de Ahorros del Mediterráneo), con sede en la Comunidad Valenciana, también tuvo una fuerte vinculación con el PP autonómico. Igualmente, en Castilla y León, Caja España y Caja Duero fueron gestionadas por personas próximas al PP, lo que llevó a que su fusión en Banco CEISS también se viera salpicada por conflictos y mala gestión.
