
Antiguamente, la gente escondía el dinero en algún lugar de su casa, típicamente en el colchón, y de ahí surgió la expresión «tener el dinero debajo del colchón». Hoy en día, el equivalente moderno consiste en depositarlo en una cuenta corriente bancaria, lo que se denomina tener el dinero «a la vista».
Lo peor de mantener una cantidad importante de dinero en una cuenta a la vista es enfrentarse al mayor enemigo del dinero: la inflación. Todos sabemos qué es: el precio de los bienes —prácticamente de todos los bienes— tiende a subir con el tiempo. Es un fenómeno conocido y sufrido por todos.
Si hace diez años conseguimos ahorrar 100.000 euros y los hemos mantenido en una cuenta corriente a la vista, hoy comprobaríamos con horror que podemos comprar muchas menos cosas con ese mismo dinero. Se dice entonces que el dinero se ha devaluado, es decir, que ha perdido parte de su valor. Este es un concepto esencial dentro de la educación financiera: entender hasta qué punto el dinero pierde valor con el tiempo y comprender que debemos actuar para compensar esa devaluación.
La inflación surge cuando se imprime dinero en exceso, aumentando la cantidad de efectivo en circulación. Hoy en día, el dinero no es más que papel respaldado por la confianza colectiva. De ahí que el sistema económico actual se denomine fiduciario, término que proviene del latín «fiducia», que significa «confianza» o «fe». La impresión de dinero se utiliza como herramienta para estimular el crecimiento económico y, al mismo tiempo, para aliviar la carga de la deuda pública. Sin embargo, este proceso inevitablemente genera inflación.
Entrar en los detalles técnicos sobre el papel de la inflación dentro del sistema económico sería demasiado extenso y no es el objetivo en este momento. Mi propósito aquí es mucho más directo: que usted tome plena conciencia de que la inflación erosiona, de manera constante e implacable, el valor real de su dinero. Por ello, resulta imprescindible adoptar medidas concretas para protegerlo y preservar su poder adquisitivo a lo largo del tiempo.
¿Y cómo sabemos cuánta inflación hay, es decir, cómo se mide la inflación? Responder a esta pregunta es fundamental si queremos protegernos frente a la pérdida de poder adquisitivo. Sin embargo, no es sencillo, porque la inflación tiene un componente subjetivo: depende mucho de en qué gastemos nuestro dinero.
El método más conocido de medir la inflación es lo que se llama «Índice de Precios al Consumo» (IPC). Se trata de un cálculo que realiza el gobierno para ofrecer una estimación general de la inflación que sufren los ciudadanos cada año. Este valor es impuesto como medición oficial y se utiliza, entre otras cosas, para calcular tipos de interés, subidas de sueldos o revalorizaciones de pensiones.
En los últimos dos o tres años, el IPC en España ha variado entre el 2 % y el 3 %. Ahora bien, como hemos dicho, la inflación que percibimos en nuestra vida diaria puede ser muy diferente. De hecho, mucha gente siente que la inflación real es mucho más alta de «lo que nos cuentan», es decir, del IPC oficial.
Por ejemplo, no es lo mismo si usted ya tiene su vivienda pagada que si está buscando comprar o alquilar una nueva. Actualmente, los precios de la vivienda están subiendo a ritmos superiores al 10 % anual (sin entrar aquí en detalles), por lo que resulta comprensible que a quien ahorra para comprar una casa le parezca casi una burla que le digan que la inflación general es sólo del 2,4 %.
De forma similar, si el precio de la energía sube mucho, vivir en Burgos —donde la calefacción es una necesidad durante gran parte del año— implica sufrir más el encarecimiento que si uno vive en Canarias, donde el clima es templado y el gasto en calefacción es prácticamente inexistente.
La casuística es infinita. Por eso, es importante entender que el IPC es simplemente una media estadística basada en un «consumo tipo» estimado, y no una medida exacta de lo que cada persona experimenta en su vida diaria. Aunque mucha gente discute la manera en que se calcula el IPC y si refleja adecuadamente la realidad, no entraremos aquí en esos debates. Lo importante es que usted sea consciente de que su inflación personal puede ser muy diferente de la inflación oficial, y actuar en consecuencia.
Vamos a hacer unos cálculos sencillos utilizando datos oficiales del IPC para ilustrar con números el efecto devastador de la inflación.
Antes de continuar, conviene aclarar un detalle importante: a la hora de trabajar con porcentajes, es mucho más práctico multiplicar que sumar.
Por ejemplo, si queremos reflejar que el IPC en un año ha sido del 3 %, podemos decir que los precios han subido un 3 %. Sin embargo, para hacer cálculos, es más eficaz pensar que los precios se han multiplicado por 1,03. Así, 1.000 euros más un 3 % se convierten al cabo de un año en 1.030 euros, que es exactamente el resultado de multiplicar 1.000 por 1,03.
De esta forma es fácil entender por qué, si un año el IPC ha sido del 2 % y al año siguiente del 3 %, el aumento acumulado en los precios no es simplemente del 5 %.
Como hemos explicado antes, el primer año los precios se han multiplicado por 1,02, y el segundo año, los precios resultantes se han vuelto a multiplicar por 1,03. Si hacemos la cuenta en la calculadora, obtenemos que, tras dos años, los precios se han multiplicado por 1,0506, es decir, los precios han subido un 5,06 %.
La diferencia no parece muy grande en este caso concreto, pero se hace mucho más notable cuando consideramos periodos más largos.
Pongamos un ejemplo sencillo: si tenemos diez años consecutivos con una inflación anual del 3 %, los precios no habrán subido un 30 % —como podría pensar alguien poco atento—, sino que habrán aumentado bastante más.
Matemáticamente, el cálculo correcto sería multiplicar 1,03 por sí mismo diez veces, es decir, lo que llamamos calcular 1,03 elevado a 10. El resultado de esta operación en una calculadora es 1,344, lo que significa que, en realidad, los precios habrían subido un 34,4 %, y no un 30 %.
Cuantos más años consideremos, mayor será la diferencia acumulada entre una simple suma de porcentajes y el verdadero efecto compuesto de la inflación.
En la siguiente tabla se muestran los datos oficiales de IPC en España entre 1985 y 2024:
1985–1994 | 1995–2004 | 2005–2014 | 2015–2024 |
1985: 8,1 % | 1995: 4,3 % | 2005: 3,7 % | 2015: -0,5 % |
1986: 8,3 % | 1996: 3,6 % | 2006: 2,7 % | 2016: -0,2 % |
1987: 4,6 % | 1997: 2,0 % | 2007: 4,2 % | 2017: 2,0 % |
1988: 5,8 % | 1998: 1,4 % | 2008: 1,4 % | 2018: 1,7 % |
1989: 6,9 % | 1999: 2,9 % | 2009: 0,8 % | 2019: 0,8 % |
1990: 6,5 % | 2000: 4,0 % | 2010: 3,0 % | 2020: -0,3 % |
1991: 5,9 % | 2001: 2,7 % | 2011: 2,4 % | 2021: 3,1 % |
1992: 5,9 % | 2002: 3,5 % | 2012: 2,9 % | 2022: 8,4 % |
1993: 4,9 % | 2003: 2,6 % | 2013: 1,4 % | 2023: 3,5 % |
1994: 4,7 % | 2004: 3,2 % | 2014: -1,0 % | 2024: 2,8 % |
Consideremos, por ejemplo, el periodo comprendido entre 1999 y 2024. Siguiendo el método de cálculo que hemos explicado antes, obtenemos que el IPC acumulado durante estos 26 años ha sido del 83,22 %.
En 1999 compré mi vivienda habitual en Sevilla (compra más reforma integral) por 12 millones de pesetas, es decir, 72.000 euros al cambio
Si aplicáramos el IPC acumulado para estimar el precio actual, bastaría con multiplicar 72.000 euros por 1,8322. El resultado sería 131.918,40 euros.
Sin embargo, según el reconocido portal Idealista, el valor estimado de mi vivienda hoy ronda los 242.000 euros.
¿Pero cómo puede ser esto? ¿No era el IPC una aproximación de la inflación? ¿Qué clase de aproximación es esta que falla de una forma tan estrepitosa?
Podemos pensar que la vivienda quizás sea un caso especial y por las razones que sea el IPC no mide bien su cambio de precios.
En la página web de Bankinter encontramos precios de bienes en el año 2001. Usando los datos de la tabla anterior obtenemos enseguida que el IPC acumulado desde el año 2000 es del 71,2%. Esto nos permite estimar los precios que tendríamos hoy aplicando el IPC acumulado.
En 2001 una botella de 1 litro de leche costaba alrededor de 56 céntimos. Multiplicando por 1,712 obtenemos 96 céntimos. Este es un precio habitual para un litro de leche en la actualidad, así que en este caso el IPC ha predicho bien el precio actual.
Comer un menú del día en 2001 costaba unas 700 pesetas, unos 4,2 euros. Multiplicando por 1,712 nos saldría un precio actual de 7,19 euros, pero leo en Internet que el precio medio del menú del día en Madrid es de 14,80 euros.
El precio del billete de 10 viajes de metro de Madrid costaba 4,24 euros en en 2000. Calculando el la estmación de precio actual con la tabla de IPC no saldría un precio actualizado de 7,30 euros, pero el precio actual es de 12,20 euros (aunque el gobierno lo tiene bonificado a 6,10 euros entre enero y junio de 2025).
Son sólo unos ejemplos y seguro que ustedes conocen o pueden encontrar muchos más. Lo que queda claro es que la inflación percibida por la gran mayoría de las personas (es decir la inflación real) es muchísimo más alta que lo marcado por el IPC. Era de esperar.
Ahora, al menos, ya hemos puesto cifras a la inflación. El objetivo financiero fundamental de cualquier persona debe ser proteger su riqueza frente a la pérdida de valor del dinero —lo que comúnmente se denomina «batir a la inflación»— y, si es posible, incrementar el capital con el paso del tiempo. Como hemos visto, no basta con «guardar el dinero debajo del colchón». Proteger el valor del dinero se logra —o al menos se intenta lograr— mediante la inversión. El dinero puede destinarse a múltiples activos: depósitos, deuda pública, acciones, inmuebles, oro, materias primas, entre otros. Tampoco hay que olvidar las llamadas «inversiones» en productos que, en décadas recientes, atrajeron a muchas personas embaucadas por desaprensivos —cuando no directamente delincuentes— como fue el caso de los sellos, las participaciones preferentes o las acciones de Bankia. En esta web trataremos distintos tipos de inversión en sus respectivas secciones.

Al ver esta imagen creada con Flux, he pensado que en la realidad han existido escenas tan grotescas como esta, incluso en ámbitos cercanos como Europa. Es muy conocido el caso de la hiperinflación alemana tras la Primera Guerra Mundial. La economía alemana quedó asfixiada por las compensaciones económicas impuestas en el Tratado de Versalles, y para tratar de paliar la falta de ingresos, la República de Weimar —nombre oficial de Alemania en aquella época— comenzó a imprimir dinero a un ritmo creciente que alcanzó cotas inauditas en 1923.
Ese año —según el «Bundesbank Historical Archives»—, un pan pasó de costar 250 marcos en enero a 3.500 en julio, 1,5 millones en septiembre y 200.000 millones de marcos en noviembre. Los precios subían cada día, cada hora; era habitual que alguien pidiera un café por 5.000 marcos y, al cabo de media hora, al pagar, el precio ya hubiera subido a 8.000 marcos.
Se convirtió en algo normal que las mujeres acudieran a la compra transportando grandes fajos de billetes en carretillas. Es verídica la anécdota de una mujer que, al no poder maniobrar con la carretilla dentro de una tienda, la dejó en la entrada. Al salir, descubrió que la carretilla había sido robada, pero los ladrones habían dejado los billetes en el suelo: el objeto valioso era la carretilla, no el dinero que transportaba.
El valor del dinero tocó fondo cuando la gente comprendió que era más eficiente quemar fajos de billetes en las calderas para calefacción que comprar carbón con ese mismo dinero. En ese punto, el dinero ya no tenía otro valor que el de la potencia calorífica del papel que lo sostenía.
De aquel desastre, además de valiosas lecciones económicas y políticas, ha perdurado la obsesión enfermiza de los alemanes por evitar la inflación. A los alemanes les aterra la idea de que su dinero se devalúe, y prefieren asumir cualquier otro problema económico antes que recurrir a la receta de «imprimir dinero» para estimular la economía —bajar los tipos de interés equivale, en esencia, a imprimir dinero—.

