
En el imaginario colectivo español, los términos «especulación» y «especulador» tienen un marcado carácter peyorativo. Según el Diccionario de la lengua española, «especulación» significa: «Operación comercial que se practica con mercancías, valores o efectos públicos, con ánimo de obtener lucro». Habitualmente, el término se asocia a la idea de acaparar productos escasos para luego aprovecharse de la gente, que deberá pagar caro por ellos a los «malvados» especuladores. Así, se habla de «los especuladores de la vivienda» y se escuchan frases como «el precio del aceite ha subido por culpa de los especuladores».
Quienes condenan moralmente —e incluso casi criminalizan— a los especuladores parecen no darse cuenta de que, llegado el momento, todos especulamos. El dueño de un bar que aprovecha un precio bajo del aceite para comprar lo necesario para tres meses está especulando: busca proteger su margen de beneficio para seguir vendiendo a precios competitivos. Y quien aprovecha una promoción de «3 por 2» en el supermercado también está especulando. Especular no es más que comprar y vender optimizando el tiempo y el precio en beneficio propio: algo que, en mayor o menor medida, hacemos todos.
Sé que ahora muchos pensarán que los verdaderamente peligrosos son los «grandes especuladores», aquellos que compran grandes cantidades de producto para acapararlo y venderlo más tarde «a precios abusivos». Sin embargo, esta idea tampoco es acertada: los especuladores no sólo no hacen daño a nadie, sino que son actores esenciales en cualquier mercado libre, y contribuyen al equilibrio y a la generación de riqueza dentro del sistema económico.
Por ejemplo, los especuladores que compran grandes cantidades de productos estacionales —típicamente cosechas— desempeñan un papel fundamental: evitan que los precios se desplomen en el momento de máxima producción, protegiendo así a los agricultores de la ruina. Más tarde, cuando esos productos escasean fuera de su temporada, los especuladores los reintroducen en el mercado, evitando que los precios se disparen por falta de oferta. De este modo, moderan las subidas y permiten que los consumidores accedan a esos productos a precios más razonables en épocas de escasez.
Además, la especulación no está exenta de riesgos: los especuladores asumen la posibilidad de que los productos se deterioren, se destruyan en un incendio o pierdan valor por múltiples circunstancias. Al final de ese proceso de «especulación», esperan obtener un beneficio, como es normal en cualquier actividad económica.
«Pero esos especuladores no causan daño» —dirá alguien—, «porque, al fin y al cabo, si alguien no puede pagar los precios elevados que puedan fijar los especuladores —por ejemplo, en el caso de las naranjas durante el verano—, eso no generará un problema grave: nadie va a sufrir seriamente por no poder comer naranjas en verano».
Sin embargo, se suele añadir: «Especular con la vivienda, eso sí que es un crimen», ya que la vivienda se considera un bien de primera necesidad, y se culpa a los especuladores de hacer subir los precios hasta niveles inalcanzables para las personas normales.
Esa afirmación suele hacerse sin tener en cuenta que la disponibilidad de vivienda depende de la gestión y de la normativa establecida por los distintos niveles de gobierno —central, autonómico y local—. Con los precios actuales de la vivienda, pueden estar seguros de que numerosas empresas constructoras estarían encantadas de construir y vender viviendas, lo cual contribuiría a bajar los precios hasta valores más razonables. Sin embargo, una abundante legislación restrictiva y numerosas trabas administrativas lo impiden.
España es un país de gran extensión —un 40 % más grande que Alemania, por ejemplo—, pero sólo una pequeña parte de su territorio está clasificada como suelo urbanizable. La recalificación de suelos (pasar de rústico a urbanizable) está fuertemente controlada por las administraciones públicas, lo que genera una escasez artificial de vivienda: no por falta de espacio físico, sino por restricciones administrativas. El resultado es que la limitada oferta de suelo urbanizable dispara su precio. Además, construir en España implica plazos larguísimos para obtener licencias, permisos, aprobaciones urbanísticas, estudios de impacto ambiental, etc. La lentitud y la incertidumbre encarecen el proceso y desincentivan la construcción de nueva vivienda.
Si el Estado limitara, por ejemplo, la superficie destinada al cultivo de naranjos, el precio de las naranjas se dispararía, y se convertirían en un producto de lujo tanto en invierno como en verano. Pero en ese caso, los responsables no serían los especuladores.
Por otra parte, las políticas públicas —insistamos en ello: responsabilidad de los gobiernos central, autonómico y local— han sido, desde hace décadas, profundamente desacertadas. Históricamente en España se ha incentivado la compra de vivienda, pero no se ha fomentado una oferta suficiente de vivienda pública en régimen de alquiler asequible y a largo plazo. Actualmente, los intentos de control de precios del alquiler (como en Cataluña) no sólo han fracasado, sino que han reducido aún más la oferta disponible. El resultado es que el mercado de la vivienda - tanto en propiedad como en alquiler - está «tensionado», esa palabreja de moda que tan a menudo utilizan sobre todo quienes han creado el problema: nuestros gobernantes.
